“Cróquis sobre la empleomanía” o el relato de un funcionario durante el reinado de Isabel II
Ainhoa Gilarranz-Ibáñez (Universidad Complutense de Madrid)

Francisco Ortego, “Cróquis sobre la empleomanía”, Gil Blas (20-XII-1868), Hemeroteca Municipal de Madrid.
El número 118 de Gil Blas, publicado el 20 de diciembre de 1868, ofrece en su portada una amplia caricatura de Francisco Ortego dedicada a los empleados públicos: “Cróquis sobre la empleomanía”. En ella, el popular caricaturista madrileño critica, por medio de un conjunto de seis escenas, uno de los perfiles laborales más expandidos de la sociedad liberal. Como era habitual en sus ilustraciones, Ortego expone mediante la sátira costumbrista una denuncia social, en este caso, focalizada en unos los pilares del Estado: la burocracia.
La imagen aparece unos meses después de haber tenido lugar La Septembrina, un cambio en el modelo de gobierno que quería romper con la dinastía de los Borbones. Como indica Valeriano Bozal, desde 1845 hasta el Sexenio democrático tuvo lugar el “proceso de asentamiento y dominación de la burguesía urbana”[1], un fenómeno estrechamente vinculado al moderantismo y a su modelo estatal: el administrativista. ¿Quería Ortego con esta caricatura dar un toque de atención a la nueva clase gobernante? ¿Prevenirles sobre los problemas del sistema y la necesidad de cambiarlos? Desconozco cuál era la intención del artista, pero sin duda utiliza nuevamente su mejor arma, el dibujo y el humor, para analizar, opinar y componer una radiografía de la sociedad de su tiempo.
Una breve introducción sobre la empleomanía y los empleados
Uno de los perfiles más (im)populares del Estado liberal español fue el empleado público. Obras literarias, teatrales y cabeceras humorísticas se sirvieron de la sátira y de la ilustración cómica para criticar uno de los pilares del Estado administrativo, construido principalmente desde la Década Moderada[2], la plantilla ministerial y administrativa estatal. El Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española introdujo por vez primera el término empleomanía en su edición de 1884: dícese del “afán con que se codicia un empleo público retribuido, tenga o no tenga el pretendiente méritos para obtenerlo y aptitud para servirlo”. Aunque estas palabras sean de finales del periodo decimonónico, la mala imagen en torno a la incorporación de personal en las instituciones estatales apareció desde las primeras décadas del siglo XIX.
De 1843 es De la Administración pública con relación a España, obra en la que Alejandro Oliván planteaba la necesidad de incorporar al Estado una numerosa plantilla funcionarial, jerárquicamente organizada, con la que propagar la acción estatal por todo el territorio nacional. Según la hipótesis de este administrativista, numerosos funcionarios se convertirían en el engranaje del modelo estatal caracterizado por una jerarquía territorial: central, provincial y local. Estos burócratas harían posible que las instituciones y gobiernos del Estado ejercieran su control sobre el territorio y la población desde un punto central, Madrid, como capital del Estado[3]. Esta teoría fue puesta en marcha durante la Década moderada (1844-1854). Su modelo estatal se identificó con la expansión burocrática, que en la práctica se tradujo en la incorporación de numerosos funcionaros al aparato estatal. El grueso de estos trabajadores públicos quedó establecido en cinco ministerios principales: Estado, Guerra, Marina, Hacienda y Gobernación; sus sedes se ubicaron en Madrid, reforzando esa naturaleza centralista del modelo administrativista y componiendo una plantilla de cerca de 72.000 empleados hacia 1873, que se incrementaron en 110.000 en las últimas décadas del siglo XIX[4].
En 1844, Antonio Gil de Zárate describía distintos tipos de empleados en Los españoles pintados por sí mismos:
“Resultan, pues, dos tipos distintos de Empleados en España; el antiguo, que es el primordial, el genuino; el moderno, que es el tipo reformado. Hablando con propiedad, solo el antiguo es un verdadero tipo porque el personaje á que se refiere es el único que tenía ocupaciones constantes, ideas fijas, costumbres inalterables, circunstancias necesarias para formar un tipo»[5]
Por “empleado antiguo” hacía referencia a lo que se entendía por hombre de Estado en el siglo XVIII; es decir, un administrativo institucional cuya acción y comportamiento debían ser ejemplares, ya que sobre su persona se había delegado parte del poder de la Monarquía. Estos puestos del cuerpo político eran habitualmente ocupados por personas muy cercanas al monarca, perfiles que reunían unas cualidades morales y profesionales idóneas para ostentar ese cargo dentro de la administración monárquica[6]. Al pasar al sistema liberal, los cargos públicos debían mantener esas cualidades diferenciándose con la etapa anterior en que ahora eran nombrados principalmente por los dirigentes políticos. No obstante, la imagen de estos hombres de Estado fue desprestigiándose paulatinamente desde las primeras décadas del siglo XIX.
El trabajo de funcionario público era una moneda de dos caras; se podía ser empleado, y también cesante. Mientras se trabajaba para la institución estatal, se convertía uno en empleado, pero era habitual que con cada cambio de gobierno se realizase una “cesantía política”, es decir, una estructuración ministerial por medio de la que se expulsaba de su puesto a gran parte de los empleados públicos[7]. “Empleado es ahora flor de efímera existencia, que nace por la mañana y por la tarde ha desaparecido”, continuaba la descripción de Antonio Gil de Zárate en Los españoles pintados por sí mismos, una clara referencia a la inestabilidad de trabajar para la Administración estatal a mediados del periodo isabelino.
Curiosamente, a pesar de todas las dificultades y problemáticas que conllevaba convertirse en funcionario del Estado, este trabajo pasó a ser uno de los puestos laborales más demandados por parte de los grupos sociales emergentes del liberalismo. Periodistas, escritores, docentes, pequeña burguesía, lo que se podría denominar a grandes rasgos como “las clases medias” del momento buscaban en la Administración un espacio laboral que no encontraban en otros sectores del país. Así, comenzó a construirse un imaginario en el que se identificaba a los empleados como personas que se incorporaban al sistema estatal, no por convicciones políticas, ni por una defensa acérrima de los valores del liberalismo, sino por conseguir un sueldo a fin de mes. Este deseo de ingresar a toda costa entre los trabajadores del Estado se conocía popularmente como empleomanía. En 1855, Juan Rico y Amat[8] publicó su Diccionario de los políticos o verdadero sentido de las voces y frases más usuales entre los mismos, un cómico glosario de términos políticos y sociales, donde se le dedicaban precisamente unas palabras a este fenómeno laboral:
“EMPLEO-MANIA. – Figurín de modas á que está suscrita la mitad por lo menos de los españoles. En una época vino vestido el figurín con la casaca progresista, y al instante mandaron hacérsela los suscritores. Pasó aquella moda y vinieron los pantalones moderados; al día siguiente nadie salió á la calle sin ellos […] Ayer llevaron el chaleco de oposición, hoy llevan el gaban ministerial; mañana de seguro llevarían el sombrero absolutista, si también lo tragese [sic] el figurín”.
El empleado era frecuentemente comparado con un parásito que vivía de los presupuestos del Estado, una figura moldeable políticamente, sin convicciones políticas e impulsada por el propio sistema liberal en la que se aglutinaban todos los males de este: amiguismo, clientelismo, ineficacia y corrupción[9]; un gran protagonista para los ilustradores satíricos deseosos de criticar todos los problemas y errores que cometían las clases dirigentes.
Cróquis sobre la Empleomanía
La caricatura de Francisco Ortego en el Gil Blas del 20 de diciembre de 1868, condensaba mediante el uso de la ironía los principales males de este fenómeno. En su conjunto, los empleados aparecen representados como perezosos y corruptos. El mal funcionamiento de la Administración se interpreta por medio de seis escenas –colocadas en dos líneas en grupos de tres– protagonizadas por diversos empleados o cesantes. Cada una de las imágenes funciona de manera independiente, pero en su conjunto muestran el reflejo de las principales críticas sociales a la incompetencia de las instituciones del Estado y, por ende, del Gobierno. Todas las ilustraciones están acompañadas por un breve texto que aporta el sentido y la crítica hacia este grupo laboral.
La primera escena –línea superior izquierda– deja clara esa imagen del empleado como dependiente del Estado; la imagen ilustra a un grupo de trabajadores públicos aglutinándose a las puertas de lo que podría ser cualquier ministerio, como deja entrever el texto bajo el dibujo: “Medicina presupuestívora. Grupo de sanguijuelas aplicado á la boca del estómago… de cualquier ministerio”.
La mala imagen de los trabajadores públicos se mantiene en toda la caricatura, incidiendo cada uno de los escenarios en las fechorías y las negligencias en las que caen continuamente los empleados. En la fila inferior, la imagen de en medio insiste en la vagancia de las plantillas de manera totalmente explícita; un nuevo empleado se aproxima a su nueva mesa de despacho y, ante la cantidad de documentos que encuentra sobre el escritorio y por el suelo, dejados ahí por su predecesor –ahora cesante–, exclama: “¡Cielo! ¡Ya qué arregladitos ha dejado los expedientes mi antecesor! Yo creía que ser empleado era solo cobrar”.
Los favoritismos y las redes clientelares también formaban parte del día a día del empleado público; entrar a trabajar en cualquier área de la Administración era mucho más sencillo si se tenía un conocido o algún familiar dentro de alguna plantilla ministerial. Esta faceta del trabajador público también aparece en la composición de Ortego por medio de la representación de un hombre situado junto a las escaleras de un aparente ministerio. A primera vista, parece un señor bien vestido con su sombrero, chaleco y gabán, pero pequeños detalles como un pequeño parche en la parte inferior de sus pantalones ofrecen la pista de la mala situación económica en la que se debe encontrar dicho individuo. “Yo sé que algunos se han colocado por la tremenda”, expresa el hombre; “en cuanto llegue el ministro le arrimo dos palos” concluye. Tras esta jocosidad sobre el uso de la violencia, el golpear a un ministro para obtener un empleo, subyace la naturalidad con la que muchas personas eran “colocadas” en determinados puestos administrativos por medio de peticiones realizadas a ministros, subsecretarios ministeriales y diversas personalidades que formaban parte de la Administración estatal.
Ortego y los empleados
La caricatura descrita anteriormente no fue la única que dedicó Francisco Ortego a los trabajadores del Estado. El empleado se convirtió en un elemento intrínseco de la sociedad liberal, de ahí que este ilustrador satírico lo utilizase habitualmente en sus composiciones. Muchas de ellas se dedicaban especialmente a criticar el camaleonismo o el chaqueteo de los empleados. Y es que, al estar tan ligado el trabajo en la Administración a los gobiernos políticos, el estrecho vínculo entre el puesto de trabajo y el poder político hacía que el perfil de burócrata se confundiera con el de políticos profesionales.
Antes de la ilustración de Gil Blas, Ortego se hizo eco de la naturaleza cambiante del empleado en varias de las caricaturas publicadas en el semanario humorístico El Fisgón, en el ejercía como director e ilustrador. Un ejemplo lo encontramos en su número dos, de julio de 1865, por medio de la ilustración de un empleado, ataviado con tres chaquetas superpuestas, que mientras camina dice lo siguiente: “Voy al ministerio; si no les convengo con una casaca, les convendré con otra. Casualmente tengo varias para mudar la que me convenga”.
Su fijación por este tipo social también aparece en sus álbumes, Menestra y La Criatura. Concretamente, en el primer cuaderno de este último, se publicó una caricatura en la que, aparentemente, dos empleados están conversando: –¿Cómo es que estás en el ministerio de la Gobernación habiendo servido a González Brabo?, pregunta uno; –Para eso hay libertad, responde otro (fig. 1).

Fig. 1: Francisco Ortego, La Criatura, Cuaderno 1º, Biblioteca Regional de Madrid.
Otros caricaturistas junto a Ortego representaron tanto al empleado público como a su alter ego, el cesante. Manuel Cubas fue uno de ellos. En la revista de El Mundo Cómico publicó una serie de cinco ilustraciones satíricas, entre octubre de 1872 y marzo de 1873, dedicadas a “Los empleados”, a través de las cuales incidía en el favoritismo, el clientelismo y la precariedad que envolvía a los trabajadores públicos. Las mismas problemáticas aparecieron en composiciones de otros dibujantes como Pellicer, Luque o Teruel (fig. 2), quienes también publicaron representaciones satíricas protagonizadas por este tipo social en El Mundo Cómico[10].
La proliferación de esta figura en las caricaturas del periodo isabelino y del Sexenio tiene todo el sentido al tratarse de un perfil genuino de la sociedad liberal, aupado por el moderantismo y su modelo estatal No obstante, este tipo social seguirá apareciendo como protagonista en diversas sátiras a lo largo de la Restauración[11].

Fig. 2: Teruel, “Los empleados”, El Mundo Cómico (19-IX-1875), Hemeroteca Municipal de Madrid.
[1] Valeriano Bozal, “El grabado popular en el siglo XIX”, en José Pijoán et al., Summa Artis: historia general del arte. Vol. 32, El grabado en España, Madrid, Espasa Calpe, 1988, p. 374.
[2]Juan Pro, La construcción del Estado en España: una historia del siglo XIX, Madrid, Alianza, 2019.
[3] Juan Pro, «El Estado grande de los moderados en la España del siglo XIX», Historia y Política, 36, 2016 [URL: https://recyt.fecyt.es/index.php/Hyp/article/view/35778].
[4] José Sánchez-Arcilla Bernal, Historia de las instituciones político-administrativas contemporáneas (1808-1975), Madrid, Dykinson, 1994.
[5] Antonio Gil y Zárate, “El Empleado”, Los españoles pintados por sí mismos, Madrid, Gaspar y Roig, 1851 [1844], p. 40.
[6] Álvaro Molina, Mujeres y hombres en la España ilustrada: identidad, género y visualidad, Madrid, Cátedra, 2013, pp. 98-99.
[7] Antonio Albuera Guimaldos, «El cesante: análisis de un “tipo” social del siglo XIX», Cuadernos de Historia Contemporánea [En línea], 12, 1990. [URL: https://revistas.ucm.es/index.php/CHCO/article/view/CHCO9090110045A]
[8] Fue periodista e historiador, colaborador de La Ilustración Española. Juan Rico y Amat, Diccionario de los políticos o verdadero sentido de las voces y frases más usuales entre los mismos, Madrid, Imprenta de P. Andres y Compañía, 1855.
[9] Juan Francisco Fuentes, «Empleado», en Javier Fernández Sebastián y Juan Francisco Fuentes (dir.), Diccionario político y social del siglo XIX español, Madrid, Alianza, 2002, pp. 272-273.
[10] La caricatura de Pellicer se publicó en el nº 35 (29-VI-1873); la de Luque en el nº 79 (3-V-1874); la de Teruel en el nº 151 (19-IX-1875).
[11] Una ampliación de esta investigación se puede encontrar en: Ainhoa Gilarranz-Ibáñez, «La (de)construcción del Estado y sus modelos en la caricatura política del reinado isabelino», en Gonzalo Capellán de Miguel (coord.), Dibujar discursos, construir imaginarios: prensa y caricatura política en España (1836-1874), Cantabria, Universidad de Cantabria, 2022, pp. 339-359.
OpenEdition vous propose de citer ce billet de la manière suivante :
ainhoagilarranz (4 février 2025). “Cróquis sobre la empleomanía” o el relato de un funcionario durante el reinado de Isabel II. Atelier sur le satirique, la caricature et l’illustration graphique en Espagne. Consulté le 24 mai 2025 à l’adresse https://doi.org/10.58079/138hi